16/3/11

El caballo del picador antes de 1930: Blasco Ibañez en "Sangre y Arena"



Ya he dedicado una entrada en el blog al libro de Blasco Ibañez, "Sangre y Arena" que se publicó en 1908, y que relata la vida de un torero sevillano, desde sus primeros pasos como maletilla, su consagración como torero e ídolo de la afición, y su decadencia. Dada la minuciosa descripción que hace Blasco Ibañez del mundo de la tauromaquia de aquellos años, es evidente que tuvo que presenciar muchas corridas de toros.

Nunca he oído a los taurinos aludir a este escritor para defenfer su fiesta, y es lógico, porque lo que queda reflejado en este libro, y el que lo ponga en duda que lo lea, es una crítica brutal y muy bien documentada de este espectáculo popular tan "español". Es al final del libro cuando el lector descubre la verdadera intención de su autor, y más concretamente, cuando la mujer del torero decide ir a la plaza para verle torear en la que será su última corrida. Blasco Ibañez plasma las sensaciones de Carmén, la mujer del protagonista del libro, mientras observa a los caballos que van saliendo del ruedo después de haber intervenido en el tercio de varas, diciendo:

[...] "Además, la angustiaba la sangre que corría por el patio, el tormento de aquellas pobres bestias. Su delicadeza de mujer sublevábase contra estas torturas, al mismo tiempo que se llevaba el pañuelo al olfato para repeler los hedores de carnicería".

[...] "Nunca había ido a los toros. Gran parte de su existencia la había pasado oyendo hablar de corridas; pero en los relatos de estas fiestas sólo veía lo externo, lo que todo el mundo: los lances del redondel, a la luz del sol, con brillo de sedas y bordados; la representación fastuosa, sin conocer los preparativos odiosos que se verificaban en el misterio de los bastidores. ¡Y ellos vívían de la fiesta, con sus repugnantes martirios de animales débiles! ¡Y su fortuna había sido hecha a costa de tales espectáculos!...



Y por si aún quedan dudas, Blasco Ibañez termina su libro con estas lapidarias frases cuando el público que asiste a la corrida, sabe que el torero ha muerto por la cornada recibida cuando entraba a matar:

¡Pobre toro! Pobre espada!... De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo. El Nacional (subalterno del espada) cerró los ojos y apretó los puños.

Rugía la fiera: la verdadera, la única.

A lo largo del libro, Blasco Ibañez, dedica muchas páginas a los caballos de los picadores, que hasta 1930 salían a la plaza sin ninguna protección, muriendo la mayoría de las veces en el ruedo. He copiado los textos que dedica a estos pobres animales, y aquí os los dejo.

Esto es, y nadie debe olvidarlo, historia de la Tauromaquia, eso que los taurinos pretenden hacer Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, y así se lo han solicitado a la UNESCO.

Relata Blasco Ibañez en su libro:

[...] Llevaban varios días de montar y amaestrar a estos caballos tristes, que aún guardaban en sus flancos las rojas huellas de los espolazos. Los sacaban a trotar por los desmontes inmediatos a la plaza, haciéndoles adquirir una energía  ficticia bajo el hierro de sus talones, obligándoles a dar vueltas para que se habituasen a la carrera en el redondel. Volvían a la plaza con los costados tintos en sangre, y antes de entrar en las caballerizas recibían el bautismo de unos cuantos cubos de agua. Junto al pilón inmediato a aquéllas, el agua encharcada entre los guijarros era de un rojo obscuro, como vino desparramado.

Iban saliendo casi a rastras de las cuadras los caballos destinados a la corrida del día siguiente, para que los examinasen los picadores, dándolos por buenos.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos. Otros agitabánse arrogantes, piafando de energía, con las patas fuertes, el pelo reluciente y el ojo vivo: animales de hermosa estampa que era incomprensible figurasen entre unos deshechos destinados a la muerte; bestias magníficas que parecían recien desenganchadas de un carruaje de lujo, Estos eran los más temibles: caballos incurables, atacados de vértigos y otros accidentes, que de pronto venían al suelo, arrojando al jinete por las orejas. Y tras estos ejemplares de la miseria y la enfermedad, sonaban las tristes herraduras de los inválidos del trabajo: caballos de tahonas y de fábricas, machos de labranza, jacos de coches de alquiler, todos soñolientos por el hábito de arrastrar años y años el arado o la carreta; parias infelices que iban a ser explotados hasta el último instante, dando diversión a los hombres con sus pataleos y saltos al sentir en el abdomen los cuernos del toro.



Era el desfile de ojos bondadosos empañados y amarillentos; de pescuezos flácidos a los cuales se agarraban sanguinarias las moscas hinchadas y verdosas; de caras huesudas por cuyo pelaje trepaban insectos; de flancos angulosos con mechones retorcidos como si fueran lanas; de pechos angostos agitados por relinchos cavernosos; de patas débiles que parecían próximas a troncharse a cada paso, cubiertas de largo pelo hasta los cascos, como si llevasen pantalones. Sus estómagos, poco habituados al pienso fuerte con que pretendían reanimar sus fuerzas, iban sembrando el pavimento de residuos humeantes y mal cocidos por una digestión anormal. Echábanles sobre los lomos la gran silla moruna de alto arzón y asiento amarillo, con estribos vaqueros, y había bestia que al recibir este peso estaba próxima a doblar las patas.



[...] El primer toro <<salió pegando>> con gran acometividad para las gentes de a caballo. En un instante echó al suelo a los tres picadores que le esperaban lanza en ristre, y de los jacos dos quedaron moribundos, arrojando por su perforado pecho chorros de sangre obscura. El otro corrió, loco de dolor y de sorpresa, de un lado a otro de la plaza, con el vientre abierto y la silla suelta, mostrando por entre los estribos sus entrañas azuladas y rojizas, semejantes a enormes embutidos. Arrastraban las tripas por el suelo, y al pisárselas el mismo con sus patas traseras, tiraba de ellas, desarrollándolas como una madeja confusa que se desenmaraña. El toro, atraído por esta carrera, marchó tras él, y metiendo la poderosa cabeza bajo su vientre lo levantó en los cuernos, arrojándolo al suelo y ensañándose en su mísero armazón quebrantado y agujereado. Al abandonarle la fiera, moribundo y pataleante, un <<mono sabio>> se aproximó para rematarlo, hundiéndole el hierro de la puntilla en lo alto del cráneo. El mísero jaco sintió una rabia de cordero en los estremecimientos de su agonía, y mordió la mano del hombre. Este dió un grito, agitó la diestra ensangrentada, y apretó el puñal, hasta que el caballo dejó de patalear, quedando con las extremidades rígidas. Otros empleados de la plaza corrían de un lado a otro con grandes espuertas de arena, arrojándolas a montones sobre los charcos de sangre y los cadáveres de los caballos.



El público estaba en pie, gesticulando y vociferando. Sentiase entusiasmado por la fiereza de la bestia y protestaba de que en el redondel  no quedase ni un picador, gritando a coro: <<¡Caballos! ¡caballos!>>

Todos estaban convencidos de que iban a salir inmediatamente, pero les indignaba que transcurrieran unos minutos sin nuevas carnicerías. El toro permanecía aislado en el centro del redondel, soberbio y mugidor, levantando los cuernos sucios de sangre, ondeándole las cintas de la divisa sobre su cuello surcado de rasgones azules y rojos. Salieron nuevos jinetes, y otra vez se repitió el repugnante espectáculo. Apenas se aproximaba el picador con la garrocha por delante, ladeando el jaco para que el ojo vendado no le permitiera ver a la fiera, era instantáneo el choque y la caída. Rompíanse las picas con un chasquido de madera seca, saltaba el caballo enganchado en los poderosos cuernos, brotaba la sangre, excrementos y piltrafas de este choque mortal, y rodaba por la arena el picador como un monigote de piernas amarillas, cubriéndole inmediantamente las capas de los peones.



Un caballo, al ser herido en el vientre, esparció en torno de él, vaciando sus entrañas, una lluvia nauseabunda de excremento verdoso, que vino a manchar los trajes de los toreros cercanos.

El público celebraba con risas y exclamaciones las ruidosas caídas de los jinetes. Sonaba la arena sordamente con el choque de los cuerpos rudos y sus piernas forradas de hierro. Unos caían de espaldas, como talegos repletos, y su cabeza, al encontrar las tablas de la valla, producía un eco lúgrube.

-Ese no se levanta-gritaban en el público-. Debe tener abierto el melón.

Y sin embargo, se levantaba, extendía los brazos, rascábase el cráneo, recobraba el recio castoreño, perdido en la caída, y volvía a montar en el mismo caballo, que los <<monos sabios>> incorporaban a la fuerza de empellones y varazos. El vistoso jinete hacía trotar al jaco, que arrastraba por la arena sus entrañas cada vez más largas y pesadas con la agitación del movimiento. El picador, sobre esta debilidad agónica, dirigíase al encuentro de la fiera.



Y apenas se colocaba ante el toro, clavándole su pica en el cuello, hombre y caballo iban por alto, partiéndose el grupo en dos piezas con la violencia del choque y rodando cada uno por su lado. Otras veces, antes de que acometiese el toro, los <<monos sabios>> y parte del público avisaban al jinete.
<<Apéate.>>  Pero antes de que pudiera hacerlo, con la torpeza de sus piernas rígidas, el caballo se desplomaba, muerto instantáneamente, y el picador caía expelido por las orejas, chocando su testa sordamente contra la arena.

Los cuernos del toro no llegaban nunca a enganchar a los jinetes; pero ciertos picadores, al quedar en el suelo, permanecían exánimes, y un grupo de servidores de la plaza tenía que cargar con su cuerpo, llevándolo a la enfermería para que le curasen una fractura de hueso o lo reanimaran de su conmoción que tenía el aspecto de muerte.



[...] Había terminado el desfile de las cuadrillas. Por la puerta que daba acceso al redondel volvían trotando algunos caballos. Eran los picadores que no estaban de tanda y se retiraban de la arena para sustituir a sus compañeros cuando les llegase el turno. Amarrados a unas anillas del muro estaban en fila seis jacos ensillados, los primeros que había de salir al redondel para suplir las bajas. A espaldas de ellos, los picadores entretenían la espera haciendo evolucionar a sus caballos. Un encargado de las cuadras, montando una yegua asustadiza y brava, la hacía galopar por el corral para fatigarla, entregándola luego a los piqueros.

Coceaban los jacos, martirizados por las moscas, tirando de las anillas como si adivinasen el cercano peligro. Trotaban los otros caballos, enardecidos por las espuelas de los jinetes.



...] [Retirábanse los picadores del redondel. Habían hecho la señal de la suerte de banderillas y los jinetes llegaban sobre sus caballos manchados de sangre, con el pellejo rasgado y colgando de sus vientres el repugnante bandullo de las entrañas al aire.
Los monosabios conducían de las riendas los caballos heridos, que arrastraban sus entrañas por el suelo, soltando al mismo tiempo por debajo de la cola una diarrea de susto.
Un mozo de cuadra, moviéndose con precaución junto al caballo, coceante de dolor, le quitaba la silla, echándole después a las piernas unos lazos de correas que las agarrotaban, uniendo las cuatro extremidades y haciendo caer al animal al suelo.
Y los mozos, arremangados, inclinábanse sobre el vientre abierto de la bestia, que esparcía en torno regueros de sangre y de orín, pugnando por introducir a puñados en el trágico desgarrón las pesadas entrañas que colgaban fuera de él.



Otro sostenía las riendas del caído animal y apretaba contra el suelo la triste cabeza poniendo un pie sobre ella. Contraíase el hocico con gesto de dolor; chocaban los dientes largos y amarillentos con un escalofrío de martirio, perdiéndose en el polvo los relinchos, ahogados por la presión del pie. Pugnaban las manos sangrientas de los curanderos por devolver a la abierta cavidad las flácidas entrañas; pero la respiración jadeante de la víctima las hinchaba, haciéndolas salir de su encierro y desparramándose otra vez como piltrafas empaquetadas. Una vejiga enorme inflábase entre los despojos, entorpeciendo el arreglo.

-¡La bufa, valientes!... -gritaba el director-. ¡Duro con la bufa!

Y la vejiga, con todas sus entrañas anexas, desaparecía al fin en las profundidades del vientre, mientras dos mozos, con la agilidad de la costumbre, cosían la piel.



Cuando el caballo quedaba <<arreglado>>, con bárbara prontitud, le echaban un cubo de agua por la cabeza, libertaban sus piernas de la trabazón de las correas y le daban unos golpes de vara para que se pusiera de pie. Unos, apenas caminaban dos pasos, caian redondos, derramando un chorro de sangre por la herida zurcida con bramante. Era la muerte instantánea al recobrar las entrañas su posición. Otros manteníanse fuertes por los secretos recursos del vigor animal y los mozos, después del <<arreglo>>, los llevaban al <<barnizaje>>, inundando sus patas y vientres con violentas abluciones de cubos de agua. El color blanco o castaño de los animales quedaba brillante, chorreando sus pelos un líquido de color rosa, mezcla de agua y sangre.



Remendaban los caballos como si fueran zapatos viejos; explotaban su debilidad hasta el último momento, prolongando su agonía y su muerte. Quedaban en el suelo pedazos de intestino, cortados para facilitar la operación de <<arreglo>>. Otros fragmentos de sus entrañas estaban en el redondel cubiertos de arena, hasta que muriese el toro y los mozos pudiesen recoger esas piltrafas en sus espuertas. Muchas veces, el trágico vacío de los órganos perdidos remediábanlo los bárbaros curanderos con puñados de estopa introducidos en el vientre.

Lo importante era mantener en pie a estos animales unos cuantos minutos más, hasta que los picadores volviesen a salir a la plaza; el toro se encargaría de rematar la obra... Y los jacos moribundos sufrían sin protesta esta lúgubre transfiguración. Los que cojeaban eran reanimados con ruidosos golpes de vara, que les hacían temblar desde las patas a las orejas.

Un caballo manso, en la desesperación de su infortunio, intentaba morder a los <<monos sabios>> que se aproximaban. Entre sus dientes guardaba aún colgajos de piel y pelos rojos. Al sentir el desgarrón de los cuernos en su panza, el mísero animal había mordido el cuello del toro con una furia de cordero rabioso.

Relinchaban tristemente los caballos heridos, levantando la cola con ruidoso escape de gases; un hedor de sangre y excremento vegetal esparcíase por el patio; la sangre corría entre las piedras, ennegreciéndola al secarse.

Aún hoy en día, a pesar de las protecciones que llevan los caballos de los picadores, algunos son corneados por los toros, como lo son algunos de los caballos de rejoneo.








22 comentarios:

clariana dijo...

He tenido que tragar mucha saliva para leer este texto del gran escritor Vicente Blasco Ibáñez. Sabía que los caballos lo pasaban muy mal, pero todo ésto que acabo de leer es inaudito, es impropio de una raza que se dice racional y pensante y que pretende ser el centro de todas.
Estos caballos antes de llegar a ese maldito ruedo, habían trabajado duro arrastrando caballerizas, tranvías, arados, ayudando al hombre en tantas labores... También en las canteras en el Pedraforca de Catalunya por ejemplo y muchas de las veces explotándolos hasta la saciedad, pues si se explota también al hombre en sus trabajos, como no iban a explotar a un animal tan dócil, tan noble y tan esforzado.
Creo que el trabajo del caballo es un aspecto interesante de tratar para combatir esta "fiesta" que aún perdura o ¿es que no tenemos entrañas los humanos para entender ésto?
Yo creo que este texto de Blasco Ibáñez es más ilustrativo que todas las imágenes que se puedan exponer del sufrimiento de estos incomprendidos animales que han acompañado al hombre en las batallas, en los trabajos, en la vida y en la muerte, no merecen ésto, ni ellos ni el toro y además es como un juego que se traen para culpabilizar al toro de ello, cuando es el humano y únicamente él quien es el asesino.
Acabé el libro de "La Catedral" de este autor, que me encantó y me gustaría leer más libros de él incluido el que citas, que es muy interesante y muy duro. No lo cogerán de "artista taurino" los aficionados a la fiesta no, dice demasiadas verdades y conoce demasiado a fondo lo que sucede antes, en el escenario y detrás del escenario de este crudo y horrible espectáculo.

jezl dijo...

Es cierto, Clariana, la descripción que hace de tanta brutalidad, es mucho mejor que una foto. La capacidad descriptiva de los hechos que narra, es como si lo estuvieras viendo con tus propios ojos. Todo un hallazgo eete libro.

Alicia Redel dijo...

Querido amigo, cuesta trabajo leer la minuciosa descripción que hace Blasco Ibánez, gran escritor, de la "suerte de varas" y del sufrimiento de esos pobres animales.
Dice una gran verdad cuando a la muerte del torero se oye el "rugido" de la plaza. Yo siempre he pensado que el público paga por ver la muerte del toro y si ve la del torero tanto mejor, está comprendido en el precio de la entrada, igual que en los circos romanos cuando se ponía el pulgar para abajo. He leído otras obras de Blasco Ibáñez, pero ésta no me siento capaz aunque creo que es muy buena y efectivamente puede ser adoptada por nosotros antitaurinos como cultura española realista y en realidad crítica con éste espectáculo.

jezl dijo...

Bueno, es la vida de un torero de aquella época que no difiere mucho de los de ahora, salvo que empezó de maletilla por los pueblos: sueños cumplidos: finca, fama, relación con los burgueses y oligarcas de la época, casamiento, amante, prostitutas, juego, aduladores a su alrededor, éxito, y fracaso, y todo ello aderezado con páginas como las que copie en la otra entrada, y en ésta.

Mabel G. dijo...

"Además, la angustiaba la sangre que corría por el patio, el tormento de aquellas pobres bestias. Su delicadeza de mujer sublevábase contra estas torturas, al mismo tiempo que se llevaba el pañuelo al olfato para repeler los hedores de carnicería".
Por supuesto que los aficcionados a torturar vacas, no nombrarán a este autor: no les hace quedar como ellos pretenden: como "MAESTROS" (sustantivo que no les corresponde ya que lo maestros ENSEÑAN no torturan ni matan)
.............
Y pienso que muchas mujeres- taurinas ellas - deberían leer este libro "Su delicadeza de mujer sublevábase contra estas torturas" (o por lo menos aprenderse de memoria el párrafo)

clariana dijo...

Me dijo mi hermano que los caballos duermen de pie y ante mi asombro, pues no conocía este dato, le pregunté y ésto me respondió:
Mientras ferraduras se pone al día y te envía una respuesta más técnica, te comentaré que los equinos suelen dormir de pie, aunque según ferradures no hay una norma estricta y depende de cada animal. Los caballos que de potros y jóvenes suelen dormir tumbados en el suelo, conforme se van haciendo mayores, la tendencia a dormir de pie va en aumento.
Incluso actividades placenteras para ellos como puede ser tumbarse para revolcarse en el barro o en la hierba, con la edad va reduciéndose.
Esto es, según ferradures, por el miedo a no poder volver a ponerse de pie.
En fin esto merece una mejor explicación y cuando ferradures tenga un poco más de tiempo no dudo que te la hará.
Lo que más me conmovió es: "Por el miedo a no poder volver a ponerse de pie."
Tú como veterinario debes conocer ésto. Si no te importa, mientras espero la respuesta de mi sobrino Ferradures, ¿me podrías decir algo?
Saludos.

jezl dijo...

Efectivamente como dices los caballos tienen esa manera de dormir, de hecho van dejando sus patas en posición de descanso alternativamente, manteniendo la artículación flexionada. No tengo ninguna noticia de que lo hagan por miedo a no poder levantarse.

clariana dijo...

Gracias José Enrique por tu información, se lo comunicaré a ellos. (Mi hermano y mi sobrino.)
Estoy empezando a leer tu interesante post sobre las dehesas y no comento todavía porque es un poco largo y tengo que destinarle un tiempo.

JESÚS MIGUEL GONZÁLEZ LANÁQUERA dijo...

La mayoría de las obras de Blasco Ibáñez no son de una gran calidad literaria, pues las escribía en poco tiempo, sin apenas correcciones posteriores, con un estilo un tanto chapucero, y sus propósitos creativos tenían más un enfoque de denuncia social que de pretensión estética, no obstante lo cual fue un autor tremendamente popular que trató en sus novelas diversos temas del gusto de la época. En esa época precisamente (principios del siglo XX) la tauromaquia era tremendamente popular en España y Blasco Ibáñez, que tenía que vender libros, obviamente, no iba a posicionarse en contra, y de hecho no lo hizo. No puede considerarse la novela "Sangre y Arena" como un libro antitaurino, ni mucho menos, y el propio autor que se sepa tampoco se consideró públicamente como tal, simplemente en esta obra expuso las condiciones de vida miserables y la dureza de la profesión taurina, como lo hizo en otras novelas con otras profesiones, por ejemplo los albañiles o los pescadores de Valencia, su tierra natal. He leído íntegra la obra de Blasco Ibáñez y yo recomendaría, además de la citadas “Sangre y arena” y “La Catedral”, otras como “La Horda”, todas las de temática valenciana y en especial “La Barraca”, “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” (su obra maestra), y como experimento curioso “El paraíso de las mujeres”, novela que en principio iba a ser sólo un guión cinematográfico por encargo de Hollywood, pero que los americanos no pudieron realizar por las limitaciones técnicas de la época.

jezl dijo...

Gracias por tu excelente análisis literario, pero no cuela. Un señor que dice sl final de su libro que las bestias estaban en la grada... Tú mismo. Según tu tesis, también podemos opinar que Goya no era taurino.

JESÚS MIGUEL GONZÁLEZ LANÁQUERA dijo...

No sé si Goya era taurino o antitaurino. Tampoco lo sé a ciencia cierta de Blasco Ibáñez. Ese debate existe en nuestros días, no hace un siglo. En el caso del escritor valenciano lo único que he sugerido en mi comentario anterior es que su novela "Sangre y arena", más allá de matices y pasajes puntuales como el que citas ("las bestias estaban en la grada...") no puede considerarse en sí misma un alegato contra la tauromaquia. Las intenciones literarias de un autor no siempre tienen porqué coincidir necesariamente con sus opiniones personales. Blasco Ibáñez era una especie de notario de la realidad de su época, y en eso consistió precisamente su literatura, en constatar lo que veía, y vio mucha miseria, brutalidad y crueldad por todas partes en la España de su tiempo, no sólo en los toros. Personalmente voy a emitir un juicio que reconozco muy arriesgado: yo creo que a Blasco Ibáñez la tauromaquia le traía sin cuidado, no estaba ni a favor ni en contra, le era indiferente, simplemente habló de ella en esa novela costumbrista y no volvió a ocuparse más del tema. Si hubiera sido realmente antitaurino cabe pensar en una postura más militante y apasionada al respecto, y no parece el caso. Ahora bien, al márgen de estos análisis, no cabe duda que esa novela ilustra perfectamente sobre todas las inmundicias de la tauromaquia y me parece buena munición para emplear contra quienes la defienden. Por último, no quiero que se me malinterprete: yo sí soy antitaurino convencido.

jezl dijo...

Gracias de nuevo por tu aclaración, pero después de la lectura del libro, estoy absolutamente convencido de que, pese a que tus opiniones son muy acertadas, B.I era contrario a las corridas a de toros. Suya es la frase: "Yo, que escribí la novela del toreo, gusto muy poco de las corridas de toros, y de las gentes que en ella intervienen".
Y este debate no es que existiera hace un siglo, sino mucho antes; dos ejemlos: Lope de Vega ya se manifestaba contra esta prácticas, y por supuesto Jovellanos. El debate existía, un movimiento abolicionista como el actual, está claro que no.

JESÚS MIGUEL GONZÁLEZ LANÁQUERA dijo...

Cierto, en aquellos años (hace cien, o varios siglos), los españoles no estaban todavía lo suficientemente concienciados como para plantearse un debate abolicionista de la tauromaquia. Sus ocupaciones y preocupaciones eran otras de diferente índole. En realidad las corridas de toros no suponían un serio menoscabo de los valores sociales, culturales y morales, como sucede ahora. Incluso podría decirse que formaban parte fundamental de esos valores. España era así, y los toros su quintaesencia fundamental. Un país miserable (situémonos, por ejemplo, a principios del siglo XIX), en el que los toros tenían la fascinante cualidad de unir a pobres y a ricos, a reyes y a lacayos, a clérigos y a políticos, a caballeros y a damas de toda condición. ¡Un espectáculo sin parangón! (Me temo que en ese aspecto las cosas no han cambiado mucho en la actualidad). Todavía Karl Marx no había descubierto su piedra angular de la lucha de clases, aunque estaba a punto de hacerlo, y sin embargo ya los extranjeros que nos visitaban en aquella época romántica se mostraban unánimes al afirmar que la tauromaquia era el espectáculo más democrático del mundo, porque abolía todas las diferencias sociales en España, cohesionaba la nación y hacía absolutamente felices a todos los súbditos (que no ciudadanos) de este infausto país. Richard Ford, un escritor y viajero británico que visitó España varias veces en aquella época, se hizo eco de esta realidad, no sin asombro. Absolutamente recomendable en este sentido, entre otros, su libro “Las cosas de España”, por si alguien tiene curiosidad.
Volviendo a Blasco Ibánez y su novela “Sangre y arena”, decir brevemente que se hicieron dos películas basadas en dicho libro, la primera en 1941 y la segunda en 1989, la única que he visto, y mala de solemnidad, protagonizada por Sharon Stone en el papel estelar de Doña Sol. ¿Taurina, antitaurina, esta película? Es difícil determinarlo, pero teniendo en cuenta que usa y abusa de todos los tópicos esteticistas, retóricos y folclóricos de la tauromaquia, lo cual supone un ensalzamiento de los mismos, casi cabe inclinarse a pensar que es favorable a la mal llamada “fiesta nacional”.

jezl dijo...

Exactamente se hicieron 4 películas sobre la novela de Blasco Ibañez. Las adaptaciones cinematográficas ya sabes... ¿Te imaginas que hubieran presentado las imágenes de los caballos destripados que describe en el libro Blasco?
Gracias por tus apuntes. Aquí tienes otra entrada que hice en el blog con respecto al libro:

http://cavicornio.blogspot.com/2011/03/la-gran-fiesta-nacional-de-la.html

Anónimo dijo...

Lo que màs me gusta de los toros y caballos en el ruedo es cuando mueren...pues luego se pueden freir y comer que sabroso son.. les aseguro ustedes los en contra de lo taurino su carne s riquisisima pruebenla y digan por ustedes mismos...

Unknown dijo...

PICADOR . . . CESAR MORALES.

“Lanza de su amor primero, triunfador, . . .varilarguero”.

En las lidias de El Zapata,
¡que Dios la suerte reparta!,
toca turno al picador,
joven serio . . . soñador.

Lancero, Cesar Morales,
palos largos, señoriales,
primer tercio, el de las varas,
dos metros miden sus jaras.

Del buen toro, sus misterios,
arranque desde los medios,
macho que asiste a la cita,
te da gloria, . . . te la quita.

El peto de aquel caballo,
cuatro patas, sin desmayo,
viril, el varilarguero,
garrocha, punta de acero.

Albarda que va certera,
fiel sangrado a la primera,
descongestionar al toro,
con la puya del decoro.

En acción, muy pinturero,
un lomo su alfiletero,
hasta me faltan palabras,
arrimón . . . que para en tablas

De un astado la querencia,
Cesare digna cadencia,
señorial, caballeresco,
por tal lance pintoresco.

Salida al tercio, entre palmas,
ovación de miles de almas,
“Bienvenido”, Reyes Huerta,
la fama toca a la puerta.

Hay arte que tiene prisa,
como el viento se desliza,
pica sutil, . . . cual saeta,
parte pelo una lanceta.

Autor: Lic. Gonzalo Ramos Aranda
México. Distrito Federal, a 07 de abril del 2015
Reg. INDAUTOR No. (en trámite)

César dijo...

Vicente Blasco Ibáñez era antitaurino, naturalmente, pero no antiespañol. Describió la "fiesta" con el realismo que le caracterizaba, con eso es más que suficiente para denotar su pensamiento, pero no la utilizó para ir en contra de su patria. En su novela lo explica muy claro: el espectáculo es repugnante, sí, pero muchos otros los hay en el mundo igualmente degradantes. España no tiene por qué culparse. Eso lo hacen ahora los que aprovechan los toros para criticarnos. Y cierto que después de esa novela no habló más de los toros, ni se le vio en las plazas. Tenía otras cosas en que pensar y como hombre inteligente que era, sabía que en aquel entonces pensar en abolir tal espectáculo era absolutamente utópico.

jezl dijo...

Ya tenéis hasta capacidad para leer el pensamiento de Blaso Ibáñez. Dejad de flagelaros con el antiespañolismo, porque el autor de este blog, que soy yo, no lo es. Y Blasco acabó exiliado en Francia, buscando la manera de acabar con de la dictadura, como muchos otros.

César dijo...

El pensamiento de Vicente Blasco Ibáñez siempre fue claro, lúcido, franco... Quién lo haya leído en profundidad si puede conocer su pensamiento, no es, precisamente, Maquiavelo. El genial novelista valencia era un hombre de la Ilustración, tradujo del francés a Voltaire para que pudieran leerlo sus correligionarios, fue un admirador de Zola y un entusiasta acérrimo de Víctor Hugo... Amigo de Francia, de su cultura, de todo lo que significara progreso, sensibilidad y cultura. Pero español profundo, conocedor de la historia de España, enaltecedor de la misma en lo que tiene admirable... Sí, brevemente se lo digo Sr. Zaldivar, pero contundentemente: era un antitaurino, aborrecía semejantes espectáculos y a la canalla que lo protagonizaba. Pero, era realista, y España tenía que cambiar mucho para que nosotros ahora podamos decir las cosas que decimos y que tengan mediano éxito.

César dijo...

Y no solamente antitaurino fue Vicente Blasco Ibáñez, sino también un animalista en una época en la que los animales no interesaban a nadie. ¿O no es suficientemente claro lo que dice de los caballos? ¿La fuerza conque expresa la injusticia que se comete con unos animales que han sido explotados brutalmente durante toda su vida para luego acabar agujereados por los cuernos del toro? Su descripción es horripilante, nadie la he hecho como él. Pío Baroja, por ejemplo, se limita a una breves palabras de repugnancia ante el mismo hecho. Y es que nuestro gran escritor, novelista, político, periodista, colonizador... hombre de acción, como él decía de sí mismo, fue un adelantado de su época en todos los aspectos humanos y sociales. Eso sí, le faltó escribir toda su obra en valenciano o en catalán, le faltó ser catalanista, porque Cataluña era y es otro imperio, como Castilla. Por eso algunos le critican, desconocen su obra excepcional, su humanidad grandiosa... Y otros, la derecha, porque defendió la justicia social, porque estuvo al lado de los oprimidos. Recuérdese que creó la primera Universidad Popular. En fin, una pena que unos por ignorancia supina y otros por malicia, no se reconozca por todos la actualidad de nuestro más excelso novelista, superior a cualquiera de la Generación del 98, que por vidriosa envidia le arrojó de su seno.

César dijo...

En cuanto a eso de que "acabó exiliado en Francia" no es enteramente cierto. Se autoexilió, más bien. Odiaba a Alfonso XIII, en cambió éste quiso congraciarse con él, incluso le ofreció un título nobiliario y presentarlo al Nobel, que con toda seguridad hubiera obtenido. Pero don Vicente era un hombre íntegro y se negó a aceptar nada de su enemigo. Luchó hasta el final, con su pluma y con su fortuna, para que se restableciera la República en España. Estos datos se pueden obtener en las obras de León Roca, su mejor biógrafo.

holy-days dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo clariana. Además, este texto y obra, es más ilustrativo si cabe, precisamente por su objetividad. Blasco Ibáñez nunca se definió así mismo como taurino o antitaurino. Desde luego
Debió participar de la “fiesta nacional” en incontables ocasiones dado el conocimiento que expone en esta obra. Los toros eran, estaban y ya está. Al final, a mi modo de ver, estas prácticas obedecen a la incuestionabilidad de dichas prácticas en sí mismas, producto de la ignorancia y la cultura no evolucionada de la epoca.
El valor de la objetividad, decía, porque ni cuenta falsos mitos o exageraciones antitaurinas ( que por otra parte flaco favor nos hacen a los antitaurinos) ni enardece a la tauromaquia. Era y es así. Una salvajada y una crueldad sin excusa.
Pena que aunque estemos consiguiendo cosas, la ignorancia y cultura en conserva de nuestro país sigue vigente.
Muchos leerán esta obra como literatura y no como una crónica de la realidad de la tauromaquia. Una pena...